No son pocas veces que me toca hablar sobre tabaco en mi entorno privado, en alguna cena o acto social (boda, cumpleaños, etc.). Suele ocurrir que, algún fumador, al descubrir que llevo años sin fumar, me infla a preguntas y comentarios para «ratificar» que su adicción es más severa de lo que era la mía:
-Pero fumarías poco, ¿no?
-No estarías muchos años fumando ¿verdad?
-A lo mejor a ti no te gustaba tanto fumar como a mi.
-Quizás fumabas por fumar.
-Probablemente no fueras un adicto como yo.
-Etc.
La finalidad siempre será desmontar esa «realidad» que se levanta delante del fumador y que le parece contradecir algunas de sus falsas creencias. En efecto, parece imposible conocer a alguien que fumara 30 cigarrillos al día, que le gustara tanto como a él y que afirmara tajantemente que las ganas de fumar desaparecen por completo.
Por el contrario, cuando un fumador encuentra a alguien que lleva añorando meses o años el tabaco, suele creérselo sin rechistar. ¿Para qué cuestionar algo que confirma tus creencias, verdad?
Pues eso. Nuestro cerebro rechaza toda la información que contradice sus creencias y asimila la que las apoya.
El fumador tiene la capacidad de retorcer la información que le rodea con tal de comprender su propia conducta.