Ahora quiero que te imagines una situación bien distinta. Has salido un domingo de primavera a caminar por un bosque que no conoces. Te lo ha recomendado un amigo tuyo que sabe que disfrutas contemplando la naturaleza en todo su esplendor. Lamentablemente, cuando llevas más de cinco horas andando, te das cuenta que te has desorientado. El móvil no tiene cobertura y no sabes cómo regresar al coche. Las horas pasan y sigues sin hallar el camino de vuelta. Cada vez estás más perdido. La noche llega y te das cuenta que solo llevabas alimento para ese día. Tu mochila está vacía. Pasan los días, uno tras otro, hasta situarte en el quinto día sin comer ni beber nada. Nunca habías experimentado esa desagradable sensación que es la de llevar varios días sin probar bocado. Te sientes débil, casi mareado, desesperado y muy hambriento. Pareces tener un pellizco en el estómago que te recuerda constantemente que debes comer algo. Tu cuerpo hace que te encuentres mal, para que comas algo urgentemente y así sigas vivo. Horas más tarde, encuentras un pequeño lago. En su orilla, hallas semisumergido un trozo grande de pan duro, con moho verde y gusanos. La parte que está metida en el agua está muy blanda y deshecha. Inmediatamente, apartas con la mano los gusanos, raspas el moho que había en su superficie y te lo introduces en la boca. Hay bastante para saciarte. En ese momento sientes una sensación agradable. El hambre y el malestar que te producía la falta de alimento durante tantos días, desapareció como por arte de magia. Esta situación te dio fuerzas y optimismo para seguir caminando y encontrar el sendero que te llevara a tu vehículo. Por suerte, a las pocas horas, diste con él y pudiste regresar a tu hogar.